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Permítanme compartir con ustedes un fragmento del primer libro de la famosa saga de J.R.R. Tolkien, El señor de los anillos: la Comunidad del anillo, para entender un poco mejor de qué va el presente artículo. La pequeña parte del argumento que quiero citar se encuentra en el tramo del libro en que la Comunidad se encuentra cruzando las Minas de Moria, momento en el cual se desarrolla una cruenta batalla entre sus miembros y las criaturas que responden a Mordor. Llegado un momento del enfrentamiento, parece que la única forma de resolver el problema es escapar, por lo que Gandalf sugiere a la Comunidad dispersarse hacia el puente de Khazad-Dum, desde el cual podrían salir de las minas. Llegando al puente, una inmensa criatura de fuego, conocida como Balrog, comienza a perseguir a los héroes, poniendo en peligro la empresa del anillo. Es este el momento en el cual Gandalf, el mago-guía del grupo, decide hacerle frente a la diabólica criatura, en el mismo puente. Cito el libro: “No puedes pasar (…) Soy un servidor del Fuego Secreto, que es dueño de la llama de Anor. No puedes pasar. El fuego oscuro no te servirá de nada, llama de Udun. ¡Vuelve a la sombra!” Luego de esta intimidación, se produce la épica escena, que quedará en la memoria colectiva por décadas, y que encumbrara el recuerdo hacia Gandalf de la manera más heroica posible:

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Hace tiempo tuve la enorme suerte de presenciar en vivo y en directo una actuación del mejor mago que hay actualmente sobre la faz de la Tierra. Evidentemente no es David Copperfield que, por muchas contorsiones con sierras mecánicas o por muchas estatuas de la libertad que haga desaparecer, nunca tendrá el carisma que emana la figura de Juan Tamariz. Mago 100% español, que se atreve a hacer subir a gente al escenario para hacer lo que él llama, Magia de Cerca. Por avatares del destino me tocó subir al escenario donde formaría parte de ese maravilloso engaño. Concretamente tuve que subir al escenario, llamar a un amigo mío por el móvil para que me dijera una carta y sacarla de la baraja que me había dado el bueno de Tamariz.

Llamé a mi mejor amigo y me dijo el 4 de picas. Corté la baraja de cartas, elegí uno de los dos montones, cogí la primera carta y ahí estaba el 4 de picas. La carta que mi amigo me dijo secretamente al oído estaba ahí, en mi mano nerviosa mientras la enseñaba ante un par de miles de espectadores. Sabía que era un engaño, que era mentira, que de alguna forma él lo sabía y la había colado por ahí. Pero durante unos momentos, quería creer que la magia existía, deseaba pensar que algunos problemas podían resolverse con la magia, pero desgraciadamente soy un triste muggle que nunca recibió la carta para ingresar en Hogwarts .

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El Viaje de Chihiro es una de esas películas que uno tiene que ver un mínimo de tres veces para poder captar todos los detalles y maravillarse de la sutileza con la que el Estudio Ghibli es capaz de disfrazar una lección de principios. Cada una de sus producciones encierra un mensaje que el espectador tiene que tratar de discernir como buenamente pueda. Y es que no siempre se consigue profundizar o entender del todo cualquiera de las cintas de la productora nipona. Personalmente aún no estoy del todo seguro de qué representaba el carismático Sin-Cara, pero supongo que algún día volveré a ver la película y daré con la tecla.

La película tiene momentos mágicos, algunas escenas inolvidables (aquel travelling entre las flores) pero sobre todo tiene una frase lapidaria que sale de la boca del personaje con más maña de toda la película, es decir, Kamajii. Para el que no lo recuerde, Kamajii era el tipo achatado y bigotudo que se consideraba a si mismo como el esclavo de las calderas que calientan los baños del balneario donde se desarrolla la mayor parte de la historia. Sus intervenciones son pocas, pero hay una que seguro se quedó clavada en el corazón de muchos. No deja de ser una cursilada petulante muy típica, pero con el debido procesado cerebral (es decir, 2 minutos pensando), pueden obtenerse increíbles conclusiones. Con la profunda voz que sólo sabe poner Pepe Mediavilla, Kamajii dice: «No se puede vencer al poder del amor».

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Si nos damos la licencia de poder discernir cuales son las obras fundamentales del mundo del cómic, generalmente coincidiremos en nombres. Quién no recuerda la incursión de Frank Miller en el mundo del caballero oscuro, ese que supiera demostrarnos las miserias humanas que un héroe puede demostrar; o la humanización del concepto de “superhéroe” que supuso The Watchmen (que, por cierto, está muy bien analizado aquí en Pixfans); o la excelente representación gráfica que supo imprimir en sus páginas V de Vendetta, simplemente espectacular. Coincidimos, generalmente, que un buen cómic es una unidad de aspectos a desentrañar y analizar; tanto en su dibujo, sus ideas, sus diálogos, y demás aspectos que en sus hojas podemos encontrar. Pero casi de manera particular, al referirnos a los grandes exponentes del cómic, siempre empezaremos por reseñar a aquellos que han sido desarrollados en la cuna del cómic contemporáneo, es decir, Norteamérica. No por ello debe suponerse que no se puede disfrutar de grandes obras fuera de lo que este ámbito supone: prueba de ello es que podemos encontrar grandes historietas desarrolladas en otras partes del globo- Paso a comentar una de las mejores historietas que he tenido oportunidad de leer, tanto por su desarrollo en el papel, como por las ideas que de ella se desprende. Estoy hablando de El eternauta.

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Cada vez que tenemos la oportunidad de presenciar el lanzamiento de una nueva consola o un nuevo periférico que se añade a los ya existentes, nuestro análisis se centra más que nada en las prestaciones que pueda proporcionarnos a nosotros, los jugadores, quienes somos en definitiva el grueso de las personas que van a usarlo. Sin embargo, siempre a la hora de enumerar bondades o errores de las consolas y demás, no tenemos en cuenta un montón de cosas más que rodean su desarrollo y uso, sino que más bien juzgamos por lo que puede ofrecernos en cuanto a la actividad de juego y recreación se refiere. Debo confesar que soy una de las personas que no ven el potencial de los videojuegos más allá de la experiencia directa que pueden proporcionar, lo cual quiere decir que, para mí, los videojuegos sirven y solo sirven para divertir. Este erróneo pensamiento ha comenzado a cambiar luego de leer ciertos artículos relacionados con el uso de los videojuegos y las consolas en diversas actividades complementarias, como la que estoy a punto de contaros.

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Todo el mundo recuerda en mayor o menor medida a los profesores que han ido moldeándole desde la tierna infancia hasta la infernal universidad. Hombres y mujeres que para ganarse el pan tienen que soportar a diario a una piara de pequeños engendros que rara vez tienen deseos de aprender algo. Pero se quiera o no, siempre hay algún profesor al que se le tiene especial cariño, bien sea por su simpatía, su manera de enseñar o su grata respuesta a los peloteos. Yo recuerdo con admiración y cariño a muchos profesores, pero en el rincón de mi mente dedicado exclusivamente a ellos, hay un rinconcito especial para una profesora de religión y para un profesor de física.

La profesora de religión era una mujer bajita y regordeta con una sonrisa permanente en el rostro. Enseñó a la clase que la Biblia era solo un libro y que para ser feliz en la vida, no había que andar jorobando al personal, nada de cosas místicas y toda la pesca tradicionalista. Un día llegó con una tele y con La Vida de Brian bajo el brazo y le regaló a la clase unos momentos inolvidables. Años mas tarde, el profesor de física, un hombre alto, calvo y con una voz que daba miedo, desentrañaba los misterios de cómo funciona la gravedad y la naturaleza dual de las ondas electromagnéticas.

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Para hablar de este juego, debo permitirme contarles mi panorama videojueguil cuando lo tomé por primera vez, acaso para justificar el cariño y aprecio que le guardo. Corría el año 1998 aquí (y junto a él, mis cortos 7 años de vida), en Argentina, y al pie de la Cordillera estábamos ante un auténtico boom, solo reservado a las familias pudientes: comenzaban a asomar las primeras muestras de masividad en la adquisición de consolas PlayStation, aunque este hecho se veía truncado por diversos motivos, como el poder adquisitivo que se debía poseer para comprarse una, o el nivel de desinformación del que hacemos gala quienes vivimos al oeste del país. Por tanto, todavía era válida la venta tanto de NES (dudo mucho que alguien en Mendoza haya adquirido una SNES, lo intenté durante años sin éxito) como de Mega Drive (por estos lares, conocida como Sega, sin más), así como su adquisición. El asunto es que tuve que conformarme con mi vieja NES por muchísimo tiempo, teniendo la espina clavada de no poder poseer una Sega, consola que me encantaba por demás. Por suerte, un vecino pudo comprarla por ese entonces, con lo cual fue visita obligada del grupo de amigos durante muchas tardes veraniegas. Gracias al destino cósmico, o alguna suerte de esas que nos sorprenden cada tanto, solo pudimos adquirir dos juegos a precios rebajados (ambos al módico precio de 30$); aún a día de hoy me pregunto por qué, dada la calidad de los títulos que nos ofrecieron. Uno fue el fantástico Sonic The Hedgehog, juego que ya conocíamos por comentario ajeno, que nos dejó pasmados a mí y a mis amigos. El segundo, fue nada más y nada menos, que el que estoy por comentar. Puede que todo este artículo sea nostalgia exacerbada, pero permítanme compartir con ustedes la experiencia única que me ofreció Comix Zone.

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Nada hay mas enriquecedor en esta vida que tener amigos. Gente en la que puedas confiar cuando todo vaya mal, o que le preste a uno el dinero que le falta para entrar en la discoteca de turno y así triunfar esa noche. Ese tipo de personas que dan reconfortantes palmaditas en la espalda mientras se echa la pota y encima regalan palabras de ánimo. No hay nada como los amigos, pero como en casi todos los ámbitos de la existencia, hay muchos tipos de cada cosa y con los amigos pasa eso, los hay de todas clases.

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