Ayer me terminé Demon’s Souls. La sensación que me ha quedado es buenísima, es un juego superior a todo lo que he visto en esta generación, un RPG muy exigente en dificultad, ambientado a las mil maravillas y con una jugabilidad única. Eso sí, lo mejor está en su online, que es totalmente revolucionario y que podría ser -o debería ser- el camino a seguir en el mundo de los videojuegos. No es nada que hayas visto en esta generación, así de claro. No hay «matchmaking», ni esperas para que se conecte al server, ni clanes de niños gordos estadounidenses. Por no haber, no hay ni un apartado en el menú que ponga «Multijugador». El modo online es el juego mismo. Se trata de una parte imprescindible de la historia principal sin la cual ésta quedaría a medias.
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Hay escenas cinematográficas capaces de definir por sí solas un fenómeno social, un comportamiento del ser humano o una ejemplificación fehaciente de muchas de las espesas teorías que muchos de nosotros somos incapaces de llegar a comprender al leerlas en un cúmulo de letras agrupadas y ordenadas de forma más o menos coherente y expuestas en un párrafo de algún que otro documento.
Por ello, por más que lo intento no puedo dejar de pensar en una escena de la película Cadena Perpetua – grande donde las haya – en la que Brooks, el preso más viejo de la institución – el Bibliotecario –, obtiene la libertad condicional.
Éste apenado sale resignado de la cárcel, en una de las pocas escenas en el exterior, se muestra la dificultad de un hombre que ha estado encerrado durante tantos años que hasta tomar decisiones como ir al lavabo le supone una tortura. La secuencia no puede acabar peor, Brooks se suicida dejando un recuerdo de su existencia grabado a navaja en una viga de mástil. La misma Viga de madera que después ayudará a soportar el peso de este viejecito que con una soga pondrá fin a tanto sufrimiento.
Hace unos años, si nos acercábamos a una tienda de videojuegos, podíamos ver que en la parte más vistosa se colocaban las últimas novedades, y que, a medida que nos separábamos del lugar privilegiado del establecimiento nos encontrábamos con títulos más antiguos y baratos o juegos para el alquiler. Con un poco de suerte en alguna recóndita estantería se encontraría constituído el «club de intercambio» que consistía en cambiar un juego por otro pagando una cantidad de dinero fija, por ejemplo 1000ptas.
Las tiendas de barrio desaparecieron dando paso a las franquicias de Game y GameStop, y con ellas la segunda mano y la compra-venta de juegos y sistemas se convirtió en el eje fundamental del negocio. Los márgenes de beneficio impuestos por las distribuidoras no son muy amplios, o al menos no tanto como el que proporciona ese inflado precio en un juego de segunda mano.
Comprar barato, miserablemente barato; y vender caro, carísimo. Así funciona el negocio. Incluso a veces se puede encontrar uno con un juego nuevo más barato que el mismo juego de segunda mano ¡dentro de la propia tienda! Y si comparamos los precios con los de ciertas tiendas online veremos que a lo mejor estamos pagando más del doble de lo que cuesta nuevo un juego de segunda mano.
Una mente inexperta tiene una capacidad para captar las sensaciones – nuevas todas ellas – de forma rápida, emergente y sobre todo amplificada de la realidad. Es por ello, que la frase “cualquier tiempo pasado fue mejor” nos molesta cuando somos adolescentes y empieza a gustarnos entrando en edades madurativas superiores.
Está claro que si algo añoramos los que vivimos en esta larga época del bienestar recordamos nuestra infancia como algo inmejorable, como una fiesta continua y nuestras vivencias serán recordadas una y otra vez en las contertulias entre amigos. Hubo un época donde una simple Game Boy aunaba tanta gente a su alrededor que daba igual qué el esférico rodara en el patio, todos disfrutábamos viendo como nuestro compañero empalmaba línea tras línea ad infinitum.
Cuando Jorge Manrique escribió las “Coplas” dedicadas a la muerte de su padre seguramente no llegó a imaginar el alcance que llegarían a tener estos últimos versos: “Cualquier tiempo pasado fue mejor”. Hoy día es una afirmación plenamente aceptada por la sociedad, pero ¿es realmente cierto? ¿estamos hoy peor que hace 20 años? Vamos a comprobarlo.
Lo primero es aclarar que por “mejor” debemos de entender “preferible o más conveniente”. Desde el principio entramos ya en terreno pantanoso. Una preferencia está marcada por ser algo bastante subjetivo y por lo tanto pertenece a nuestro modo de pensar o sentir y no al objeto en sí mismo. Por lo tanto, ¿cómo podemos eliminar esa subjetividad para poder hacer comparaciones sobre las preferencias?
No me gustan los análisis de videojuegos. Ni escribirlos ni leerlos. De hecho, siempre que puedo intento evitarlos. Creo que no son necesarios esos ríos de tinta que alaban las grandezas o condenan los defectos de los últimos lanzamientos por los motivos que expongo a continuación.
En la mayoría de títulos no nos hace falta leer una opinión ajena para saber si un juego va a ser bueno o malo. Todos sabemos que el Super Mario Galaxy 2 será espectacular y que el último juego que FX lance al mercado de PC será entretenido y barato. Existen muchos indicios para saber si un título nos gustará o nos defraudará salvo casos concretos. ¿Qué nos compramos? ¿el nuevo Fifa o el nuevo Pro? Con una visita rápida a Metacritic o con un comentario de un amigo y ya sabremos cuál tenemos que pedirle al encargado de la tienda.
La información repetida en Internet es escandalosa, ¿de qué sirve que cientos de páginas comenten las bondades del último desarrollo de Kojima o los inconvenientes del nuevo Sonic? Todas las páginas webs dicen lo mismo como los cantantes de un coro. Lees un artículo y los lees todos, que raro será que no se encuentren de acuerdo en el 90% de la información y en el 95% de la nota. Y precisamente las notas están viciadas y a base de notables se castiga a los juegos que no merecen la pena. En un baremo del uno al diez sólo dos puntos separan a joyas como el Final Fantasy VII, Street Fighter II o The Legend of Zelda: Ocarina of Time de la mediocridad absoluta.
Una de las noticias del día de ayer fue la decisión de Ubi Soft de suprimir los manuales en sus juegos. El anuncio ha estado envuelto en una justificación ecologista que no pongo en duda, pero que me ha parecido un poco demagógica por parte de la compañía gala, no acabando yo de estar de acuerdo con las felicitaciones bastante generales que la noticia ha provocado.
Que nadie me entienda mal, tengo el mayor de los respetos por cualquier medida destinada a favorecer la conservación del medio ambiente, el crecimiento sostenible y todas estas cosas, pero es que me estoy imaginando desprecintando un juego, viendo una caja de DVD estándar que todo lo que incluye es un disco y un papel con la portada del juego… y me imagino que 70 euros daban para un poquito, aunque fuera un poquito, de lucimiento, y sin tener que tumbar la selva amazónica.
Una «película de la infancia» es aquella que vemos una y otra vez mientras somos pequeños, y que a medida que crecemos la recordamos siempre con un cariño especial. La mía era Alicia en el País de las Maravillas (1951) y la tenía grabada en una cinta Beta que debe estar perdida dentro de alguna de las cajas con polvo del trastero. Rebobinaba la cinta y la veía una y otra vez, me sabía las canciones de memoria y nunca me cansaba de reír de todas esas situaciones absurdas ideadas por la mente de Lewis Carroll que los animadores de Disney supieron plasmar con genialidad. Aunque hayan ido pasando los años reconozco que nunca me he olvidado de Alicia. Es más, hace un tiempo me compré la película en DVD y desde entonces la habré vuelto a ver en 5 o 6 ocasiones.
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