Antes de nada, os hablaré un poco de mí y os pondré en situación: hacia finales de los 80, yo era un crío de unos 10 años aburrido ya de jugar a playmobiles, He-mans y similares, y deseoso de descubrir un nuevo hobby al que dedicar mi tiempo. Sabía de la existencia de los videojuegos por una consola con el Pong que había por mi casa y de una maquinita de las del tipo Game & Watch que me regalaron por la primera comunión. Pero en honor a la verdad, ninguna de las dos me había llamado la atención y ambas pasaban su tiempo en el fondo de un armario. Pero todo cambió una tarde…
Me acuerdo de aquella tarde como si fuera ayer; era un gris día de invierno en el que para más inri tocaba visitar con mis padres a unos parientes que vivían en la otra punta de la ciudad. Ya empezaba a aburrirme cuando mi primo me enseñó un aparatito al que llamaba ordenador personal (creo que un Amstrad o un Spectrum), y que había sacado a sus padres con la promesa de usarlo para estudiar.
Enseguida metió un juego y todo cambió… ante mí se desplegaba un mundo de diversión a todo color, lleno de criaturas fantásticas y escenarios de ensueño… ¡y lo mejor de todo era que yo era el protagonista absoluto, yo dirigía al héroe látigo en mano, avanzando a toda prisa por un castillo maldito y matando monstruos sin piedad! ¡No quería dejar de jugar, era lo más divertido del mundo! Mucho más tarde descubrí que este juego era el gran Castlevania de la no menos grande Konami. Pero lo importante es que esta experiencia me dejó marcado. Desafortunadamente la visita tocó a su fin y hubo que volver a casa.
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