La música. Ese orden, esa combinación de sonidos, silencios, armonías, melodías y ritmo que llevan a quien la escucha a perderse en su propia imaginación. Ese arte que, a pesar de llegar a nosotros a través del oído, es capaz de crear en la cabeza del oyente imágenes, colores y sensaciones que se perciben por todos los sentidos. Muchos medios de expresión aprovechan la música como algo complementario pero, a la vez, esencial. Una manera de potenciar una emoción, de mantener en tensión o de tranquilizar… La danza, el cine, el teatro… y cómo no: los videojuegos.
¿Qué sería de un videojuego sin música? Hay muchos en los que apenas notaríamos su ausencia: los juegos deportivos, de conducción, incluso en algunos shooter se ignora la música en pos de los efectos sonoros (balazos, gritos, explosiones…). Pero hay otros en los que no solo se echaría en falta en caso de que no estuviese, sino que perderían parte de su sentido y esencia si solo encontráramos mutismo. Dejando a un lado los evidentes juegos que dependen exclusivamente de la música (guitar heros, singstars y demás), están los que aprovechan cada nota, cada susurro, cada palpitar para crear una ambientación que sumerja y sobrecoja al jugador que, a los mandos de su consola, decida adoptar el rol de su personaje favorito. Los abrumadores silencios de Shadow of the Colossus, rotos de repente por la irrupción de una enorme mole de piedra que trae consigo una banda sonora apabullante; la melodía de los instantes finales de Metal Gear Solid 3… Momentos que a lo mejor nunca quedarían grabados en nuestras retinas de no ser por el fantástico uso que se da a las sinfonías utilizadas. Y dentro de todas las sagas que se apoyan en la música como un pilar importante en el desarrollo de sus videojuegos hay una que destaca especialmente. Me refiero a The Legend Of Zelda.