Desde sus más tiernos orígenes el mundo del videojuego ha sufrido un mal endémico que parece no poder superar: la reiteración de metodologías lúdicas y la ausencia de ideas novedosas. Este problema aparece de forma cíclica en todas las generaciones de sistemas. A saber: aparece un juego que introduce un concepto jugable revolucionario que directamente logra hacerse con el mercado (Pong, Pac-man, Street Fighter II, Doom, GTA 3, World of Warcraft) y a raíz de esa irrupción surge una miriada de títulos que no hacen más que aprovecharse de su patron lúdico sin innovar lo mas mínimo. Y eso en el mejor de los casos…
Porque efectivamente nos encontramos con cientos de videojuegos que, si bien no son capaces de mostrar algo nuevo, al menos resultan entretenidos y nos hacen pasar un buen rato. Pero es en los peores ejemplos de estancamiento creativo -cuando los diseñadores de las compañías no encuentran la idea innovadora que les haga ricos- donde más peligrosa se vuelve la situación para los aficionados: ese momento en el que alguien sugiere utilizar una licencia para realizar un videojuego.
De ello precisamente es de lo que trata mi artículo de esta semana. Hoy os voy a hablar de algunos ejemplos de licencias que se utilizaron durante los psicodélicos años 80 para realizar videojuegos, todas ellas con un denominador común: su uso en nuestro mundillo no tenía ni pies ni cabeza.