Limbo o cómo pagar para inventar una historia.
Hace tiempo tuve la enorme suerte de presenciar en vivo y en directo una actuación del mejor mago que hay actualmente sobre la faz de la Tierra. Evidentemente no es David Copperfield que, por muchas contorsiones con sierras mecánicas o por muchas estatuas de la libertad que haga desaparecer, nunca tendrá el carisma que emana la figura de Juan Tamariz. Mago 100% español, que se atreve a hacer subir a gente al escenario para hacer lo que él llama, Magia de Cerca. Por avatares del destino me tocó subir al escenario donde formaría parte de ese maravilloso engaño. Concretamente tuve que subir al escenario, llamar a un amigo mío por el móvil para que me dijera una carta y sacarla de la baraja que me había dado el bueno de Tamariz.
Llamé a mi mejor amigo y me dijo el 4 de picas. Corté la baraja de cartas, elegí uno de los dos montones, cogí la primera carta y ahí estaba el 4 de picas. La carta que mi amigo me dijo secretamente al oído estaba ahí, en mi mano nerviosa mientras la enseñaba ante un par de miles de espectadores. Sabía que era un engaño, que era mentira, que de alguna forma él lo sabía y la había colado por ahí. Pero durante unos momentos, quería creer que la magia existía, deseaba pensar que algunos problemas podían resolverse con la magia, pero desgraciadamente soy un triste muggle que nunca recibió la carta para ingresar en Hogwarts .
Pero en cierta medida la magia existe cuando algo tiene el encanto suficiente para arrobarnos con los sentimientos que es capaz de transmitir. Bien sea un libro, una película, un cuadro o un videojuego, siempre habrá uno que tenga el título de mágico. Todo el mundo tiene en su estantería un libro que considera mágico, un libro cuyo universo sea tan atrayente que se desee con fuerza caminar por él y quedar prendado de todas sus maravillas. Seguro que más de uno ha deseado cabalgar al lado de los eorlingas (o rohirrim si vives en Gondor) por las llanuras de Rohan; o vivir una vida tranquila en Hobbiton, donde la mayor preocupación sería en donde se va a tomar la próxima cerveza. Ya los más osados (como yo) preferirán el ajetreo de una ciudad como Ankh-Morpork o la inquietante tranquilidad de Lancre.
En mayor o menor medida, la magia, está presente en más o menos todas las historias creadas para entretener al respetable, independientemente del medio. El formato poco importa cuando hay una historia que contar con principio, nudo y desenlace. Esta Santísima Trinidad es la fórmula secreta para que una historia funcione, los engranajes básicos para que todo fluya suavemente y deje un buen sabor de boca. Pero si se quita una de las piezas, concretamente el final, ¿qué ocurre? Se da entonces lo que se llama un final abierto, un recurso usado en el cine al que Stanley Kubrick estaba abonado, consiguiendo que el espectador se quede clavado en su butaca del cine. ¿Cómo puede entonces funcionar algo al que le falta una pieza? Gracias a la magia.
Si hay una pieza que falta, llega nuestra querida imaginación al rescate para inventársela, produciéndose el querido efecto mágico, convirtiéndose automáticamente la película en algo especial. El ejemplo más cercano en el tiempo y en el cine es la genial cinta de Christopher Nolan, Origen. Grata sorpresa en el cine, posee en final de esos en los que el espectador no sabe como ha quedado la cosa, ya que nada queda claro. ¿Están en un sueño, dentro de un sueño, dentro de un sueño que está dentro de un sueño? Quién sabe. Pero lo que sí se sabe es que todo el mundo que vio la película enseguida se puso a especular sobre lo que había pasado, inventando diversos finales. Que si están están en sueño, que si han cortado antes el final, que si todo es una invención de Antonio Resines. He ahí la magia que construye nuestra mente cuando falta una pieza y ejemplos hay a montones.
En el terreno que prefieren los jugadores, el del videojuego, está demostrando cada vez mejor ser un medio totalmente válido para contar historias y emocionar al público que sabe apreciarlo. Y cómo en todos los medios, hay que saber experimentar y dar las vueltas de tuerca necesarias para crear algo que perdure en la memoria de todos los jugadores. Muchos jugadores tendrán estanterías rebosantes de multitud de títulos, habiendo solo un puñado de ellos que recuerden con cariño, ya que son los que tienen ese algo más. Si los buenos videojuegos son aquellos con graficazos e historias que se ramifican en varios argumentos secundarios, ¿se puede crear un juego al que le falte una pieza, jugable y a la vez mágico? Sí, se puede, se hizo y se llama, Limbo.
Limbo no es juego normal, ni usual, ni del montón, ni alcalino (AAA), es un juego que no tiene absolutamente nada. En blanco y negro, sin música, diálogos, historia ni tutorial, tiene todas las papeletas de primeras para convertirse en un juego de esos que se olvida rápidamente. Pero hay algo que atrapa al jugador, algo en su atmósfera que funciona de imán. Puede que la razón de este magnetismo sea el estoico protagonista que parece ser un niño (o una niña). O puede que sea la curiosidad de saber que es lo que va a pasar, de conocer la razón de porque el protagonista se despierta en medio de un descampado negro y oscuro. Toda esa desinformación es lo que nos hace seguir adelante, en busca de respuestas, pero no hay nada, ni un mísero cartel que nos indique donde nos encontramos. En resumidas cuentas, no hay nada que contar.
Pero al terminar el juego hay una necesidad muy fuerte de crear un arco argumental que le de significado a todo. Que el protagonista vaya sorteando trampas mortales sin motivo alguno no le vale a un jugador acostumbrado a una buena razón para arriesgar la vida en pos de un noble objetivo, bien sea salvar a una princesa o al mundo en general. Ahí reside la grandeza de Limbo, en que es el jugador quién hace la historia, quién le da nombre al personaje, sus motivaciones, sus miedos, sus fallos, sus virtudes. El juego es como una especie de plantilla en la que nosotros escribimos y dibujamos la historia que queremos, donde el número de conjeturas y de posibilidades tiende a infinito.
Unos dicen que ha muerto y está en el Limbo pagando por sus pecados. Otros opinan que es una dimensión paralela en la que los niños tienen que sobrevivir al estilo El Señor de las Moscas y los miembros ajenos a la tribu no son bienvenidos. Y así puede seguirse hasta que se agote la imaginación de los jugadores. Es por eso interesante preguntarle a una persona que ha completado el juego lo que piensa que significa, sorprendiendo a más de uno con su interpretación de lo ocurrido. ¿Un patio de juegos imaginado por un niño? Tal vez. ¿Una alegoría del mito de la caverna? Puede. Pero lo que si es seguro que Limbo es uno de esos juegos que llegan y tocan al jugador en lo profundo de su ser. Quizás es que de niños todos hicimos lo mismo, pensar que el cajón de arena era un enorme desierto, el columpio una torre que asaltar, y el perro de un amigo una voraz bestia que quería devorar a todo el que se pusiera por delante. Todo eso era gratis, pero claro, uno se hace mayor y esas cosas se olvidan, hasta que en un juego se brinda la posibilidad de ser niño de nuevo e inventar una historia épica solo para nosotros, pasando por caja, como los mayores.
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