Batman: Arkham City, el juego del rol definitivo.
Muchos de nosotros no hemos tenido la suerte de presenciar el nacimiento de la industria del videojuego, sin embargo seguro que una buena parte nació en algún momento en el que ya estaba más o menos desarrollada y tenía esa fama de pervertidora de mentes de inocentes niños y niñas. Y es que ese siempre ha sido uno de tantos prejuicios con el que muchos amantes de este mundillo nos hemos encontrado de bruces al comentar nuestra humilde afición. A pesar de que los videojuegos tienen su parte beneficiosa todavía hay muchos que se empeñan en calificarlos de malignos y pecaminosos, como aquel mítico predicador que se empeñaba en afirmar una y otra vez que jugar «en la máquina del Nintendo» (palabras textuales) producía epilepsia del demonio.
Muchos hablan de como esos advenedizos programas se meten en la mente de los inocentes niños y los obligan a actuar contra su voluntad, controlándolos con el fin de cometer pecados mas feos que pegarle a un padre en el saco de nueces mientras se echa la siesta. Esto viene ocurriendo desde que la industria empezó a formarse y volvía siempre con alguna excusa nueva, de la mano de algún hombre o mujer con pinta de aburrido que no tiene otra cosa mejor que hacer y que de seguro no han probado a fondo ningún título en condiciones. Siempre cabe la posibilidad de que haya alguno que hace propaganda contra ellos por culpa de algún trauma infantil, como un famoso y simpático telepredicador que tachaba la homosexualidad de abominación del demonio y que después lo pillaron saliendo de una sauna solo para hombres de pelo en pecho, hombros y espalda (oh wait!).
El caso es que uno de los postulados de estos iluminados de la razón pura no es del todo erróneo, ya que cuando afirman que los videojuegos se meten en tu cabeza y te controlan no andan del todo equivocados. De un tiempo a esta parte muchos títulos han conseguido (a posta o no) crear una conexión empática ente el jugador y un personaje que realmente no existe, que simplificándolo al máximo es una sucesión muy larga de ceros y unos, algo sin vida incapaz de pensar ni de mostrar «sentimientos reales». Esto no deja de ser algo sorprendente y que debería de observarse más detenidamente, pero claro, luego llega un jugador hardcore venido de Japón y se casa con su novia virtual de la nintendo DS demostrando empíricamente que el foreveralonenismo existe. De todas maneras todos hemos sentido en algún momento esa extraña conexión.
Seguro que más de uno se ha sorprendido alguna que otra vez escrutando la fachada de un edificio así más o menos antiguo, cuando de repente se da cuenta de que está calculando la mejor ruta para escalarlo y llegar a la cima para escapar de los dichosos guardias que van a la zaga. Si encima de todo esto uno se pone la capucha de la sudadera la experiencia se intensifica. Aunque también puede que al ver el típico helicóptero de la policía que vuela bajo por la ciudad, uno siente ese deseo primario de lanzarle el gancho de anclaje para encaramarse a él, abrir la puerta, liarse a tollinas con el piloto, tirarlo al vacío, tomar los mandos del aparato suavemente para llevarlo hasta la altura que pueda, saltar, abrir el paracaídas y observar en un remanso de tranquilidad como se estrella ese ingenio de la mecánica.
Hay un par de casos en esta generación que a juicio de un servidor son los más indicados para demostrar esta extraña transmutación de jugador a personaje. Es seguro que hay muchos más casos y no todo el mundo estará de acuerdo. El primero es el caso de cuando un jugador se transforma en el detective Cole Phelps y empieza a pensar como él y a hacer sus hipótesis. Seguro que hay muchos como yo que tenían su pequeña libreta de anotaciones propias. Un segundo caso es el de Heavy Rain, en el cual seguro que hay más de uno rondando por aquí que al convertirse en Ethan Mars no pudo refrenar esa punzada de angustia en el pecho al buscar entre la multutid al pequeño Jason. Y alguno habrá al que se le formó un nudo en la garganta al escuchar a la pobre Grace contemplando a su marido y a su hijo.
Todos estos casos son muy bonitos y están llenos de esas buenas vibraciones que tanto gustan a los amantes de las cosas jipis y new-age. Seguro que más de uno/a ha dado rienda suelta a sus más oscuras fantasías plasmando su existencia ideal en el simulador de vida social conocido como Los Sims, quitándose esos kilitos de más y consiguiendo un trabajo de 3 días a la semana. Frivolidades aparte, teniendo el cuenta el potencial de los videojuegos de transformar a la gente en otra cosa, no es de extrañar que muchos se encandilen a la hora de encarnarse en el héroe mortal más chipiritifláutico de la historia del cómic y empiecen a actuar como lo haría él mismo, adoptando sus fríos patrones de pensamiento y tenacidad. Hablo por supuesto de Batman, el hombre murciélago, un tipo capaz de dejar tieso a cualquiera sin esforzarse y sin que el otro se entere.
Batman es el ser humano que más se aproxima a la perfección, todo ello gracias a un intensivo entrenamiento todos los días del año y una férrea disciplina mental que más de uno no soportaría más de lo que canta una rana. Lo mejor de todo es que él no hizo trampas en su día tomando algún que otro suero del supersoldado. Además de eso tiene pasta para aburrir, éxito con las mujeres y un montón de cachivaches que lo hacen si cabe, más chachi. Como máximo exponente ficticio de la perfección humana es normal que muchos quieran manejarlo y sentirse un poco como él en las dos entregas de su más reciente saga, pero al visitar el apacible sanatorio de Arkham uno no termina de ser un Batman de postizo capaz de dar hostias como panes de pueblo.
Es cuando la locura se desata en pleno corazón de Gotham City cuando uno se convierte en el verdadero Caballero Oscuro, en el perfecto depredador humano. Parte de esa mágica transformación tiene lugar en los compases iniciales del juego, que aparte de resultar chocantes para el jugador, facilitan ese cambio. En menos de lo que se tarda en decir merengue, el jugador está en lo alto de una azotea vestido para la guerra y con toda una ciudad que limpiar de sucios y apestosos maleantes. Es cuando uno comienza a correr hacia el borde de la azotea para luego saltar y desplegar la capa para planear. De repente aparece en la calle un grupo de indeseables que no traman nada bueno, armados con tuberías, botellas rotas y esa clases de cosas que en manos expertas hacen más daño del que uno pueda pensar.
Entonces es cuando uno decide ir a por ellos, lanzándose en picado hacia el asfalto para aterrizar grácilmente, solo como uno sabe hacerlo, con estilo, sorprendiendo y atemorizando al personal. Es hora de las tortas, midiendo los golpes para aturdir al personal, usando la capa para despistarlos y machacarlos. Batarang al tipo que quiere lanzar un extintor, aplastarle la entrepierna, queda uno y ese es el que se ha ganado la luxación del brazo por cualquiera de sus tres articulaciones. Al final solo queda un montón de cuerpos aturdidos que gimotean y se retuercen de dolor, quizá arrepintiéndose de haberse cruzado en el camino del héroe equivocado. En ese momento es cuando hay que sacar el ancla y lanzarla a cualquier lugar alto y seguro para volver a evaluar la situación. Es entonces cuando uno dice en voz baja, soy Batman.
Esto se repite un número incierto de veces en multitud de situaciones, en las que un puñetazo es un error que ha de ser subsanado con un buen baño de collejas al personal. Jugar al gato y al ratón con enemigos armados que disparan al aire muertos de miedo no es más que el resultado de un cálculo frío de la situación para conducir al enemigo a cometer errores. No se necesita magia, ni poderes sobrenaturales, ni un holocausto nuclear, ni la vuelta de los dragones para asumir el rol de alguien. Es evidente que hace falta un poco por parte del jugador para que este hecho insólito de lugar, pero seguro que alguno de los aquí presentes ha dicho alguna vez en voz baja, soy Batman, para acto seguido sacar el ancla y volar a lugar seguro.
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