Las historias que tengo
ya cocidas en mi espalda,
hacen de mi locura el concierto final
Hace frío y la humedad de la tierra se cala en los huesos desnudos de los esqueletos: ellos no tienen frío, no tienen miedo, están muertos; son los enemigos, la peste humana muerta en mis prisiones, son el ejemplo vivo de mi poderío bajo la tierra. Aquí mando yo. Mis dominios se expanden constantemente, pasaré a la historia como el mejor dungeon keeper de todos los tiempos. Nada me detiene. Los humanos son divertidos. Me dan pena. Sus estúpidos esfuerzos para destruir las fuerzas voraces que mueven a las criaturas de las profundidades de la tierra me hacen gracia. No comprenden, no quieren comprender: nosotros somos la ley, hemos estado aquí desde antes que ellos. Yo he estado aquí desde antes. Somos los miedos y las pesadillas de los eones pasados, somos el barro con el que fueron creados, somos los terrores nocturnos, las pesadillas de Arkham y Lovecraft.
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sólo dos amores: el amor a dios y a mi terminal; me logueo, luego existo
Tuve la suerte de criarme en un ambiente bastante liberal y permisivo: mis padres nunca tuvieron problemas a la hora de dejarme leer, jugar y consumir casi cualquier cosa que estuviera a mi alcance (he tenido amigos a los que les prohibían ver anime por ser considerado “satánico”, aunque como todos sabemos, las prohibiciones generan más consumo, mucho más cuando uno es niño y quiere ser un superhéroe-doctor-bombero-presidente-et al). También tuve la suerte de tener un hermano siete años mayor que yo, apasionado y amante de la informática. Esto me dio acceso desde temprana edad a las computadoras y consolas (algunos nacen con una pelota bajo el brazo, yo lo hice con una computadora), artefactos preciados de la era moderna que permiten nuevas formas de interactuar y pensar la realidad; pero, también, crean nuevos rituales paganos para alterar y hackear nuestra vida, nuestra cotidianeidad.
Cuando unos es chico, todo le parece más grande, más hermoso y mas fabulantástico. En esa época, recibimos estímulos de todos lados y crecemos minuto a minuto: nuestro organismo se prepara constantemente para llegar a la edad adulta y para eso hay un paso muy importante en la vida de todo niño moderno: la educación y la escolarización (dos cosas totalmente distintas). No voy a hablar de la escuela, cada uno tendrá sus experiencias personales, pero si voy a hablar de algo que siempre se le criticó (injustamente) a los videojuegos, y es su capacidad de ayudar en el proceso de aprendizaje de un niño (o, de al menos, un niño como yo). Hablemos, entonces, de cómo los videojuegos nos han ayudado a formarnos culturalmente.
Clases magistrales de Historia Universal:
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En mi niñez tuve la suerte de poseer una Game Boy, la consola portátil que todos los niños querían tener. No conocí mucha gente que tuviera una, en mi ciudad somos pocos y nos conocemos mucho; un par de años después un amigo consiguió una Game Boy Color traída directa de Estados Unidos (y yo una Game Boy Pocket, pero prestada). Cuenta el mito, la leyenda infantil, que mi hermano obtuvo la Game Boy mediante un canje: cambió una placa de vídeo más veinte pesos (o veinte dólares en esa época) y consiguió, para mi cumpleaños (de lejos, el mejor regalo que me hicieron en mis 23 años) número diez (o menos, no recuerdo) una Game Boy prácticamente nueva y con dos cartuchos: un juego que ya no recuerdo cómo se llama ni puedo explicar de qué se trataba. Y otro cartucho, enigmático, extraño y llamativo. En su portada había un dragón rodeando una especie de caldero, del cual surgía una columna de humo que se expandía hacía arriba y hacía los extremos, dejando el lugar para el nombre del título, encima del humo. Mysterium, un juego épico de rol en las mágicas tonalidades grises de los 8 bits de la mítica consola. En internet no hay, prácticamente, información sobre el juego.
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“El mundo se ha movido, pistolero”, le dice El Hombre de Negro a Roland, el último descendiente de Arturo Eld, en la saga de La Torre Oscura. Siempre pienso en esta frase porque, básicamente, el mundo no para de moverse: todo cambia, todo se transforma, todo se mueve. Como en los videojuegos. Ese mundo también se ha movido mucho, pero muchísimo, desde que se popularizó y estandarizó como una forma de entretenimiento más de la vida cotidiana del hombre postmoderno. Ya poco queda de la épica de los 80 y mucho menos de la gloria de los 90. El mundo de los videojuegos se ha movido y muy rápido.
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Hubo una época en que los videojuegos brillaron en lo más alto del cielo de cada niño jugón, en los despachos de programadores jóvenes y en los estudios de los artistas modernos. Hubo una época, creo yo, en que la tecnología, la capacidad de cómputo, la originalidad, la masividad y el aumento del mercado (sumado seguramente a un montón de variables que ahora se me escapan) crearon joyas que marcaron un antes y un después en la historia de esta nueva forma de producir cultura. En este sentido, personalmente creo que los videojuegos mezclan distintas tradiciones artísticas, algunas antiquísimas, como la música y la pintura, otras más modernas, como la programación (si, creo y defiendo a la programación como una nueva expresión artística). Es difícil delimitar una época donde la producción de videojuegos haya alcanzado un tope; para mi, se sitúa entre mediados de los 80 y finales de los 90. Pero es una discusión que no viene al caso, porque es entrar en el terreno pantanoso de las subjetividades de cientos de trolls. Hoy voy a recortar un poco y vengo a hablar de una de esas joyas producidas durante esa época: Dune II: Battle for Arrakis, la famosa versión para Megadrive del archipopular RTS que salió primero para PC.
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