Zelda Link’s Awakening
Algunas personas piensan que al soñar pierden un tercio de sus vidas. Se equivocan.
¿Quién no ha conocido alguna vez a extraños en sus sueños con los que ha compartido amores, aventuras y vivencias que le han dejado un regusto amargo al despertar y perderlos para siempre? A mí me ha pasado muchas veces y una de ellas fue con mi Game Boy en la mano.
Corría el año 1993, Nintendo había sacado un año antes el maravilloso Zelda A Link to the Past para Super Nintendo y cuando anunciaron posteriormente que el gran Takashi Tezuka -Super Mario Bros 3- intentaría trasladar las aventuras de Link a la portátil monocroma yo me eché a temblar entre el miedo y la esperanza. En aquella época aún no había reunido el dinero suficiente para hacerme con una Super Nintendo y repartía mi tiempo de ocio entre la Megadrive de Sega y mi Game Boy. El hecho de poder jugar a una aventura inolvidable en esta portátil me hacía soñar con el día de su puesta a la venta y cuando este llegó mi felicidad no pudo ser mayor: me embarqué en la mayor aventura de mi vida.
Link aparece en medio de un naufragio tras una terrible tormenta que te introduce de lleno en este maravilloso mundo.
A partir de aquí apareces en medio de una playa donde una buena moza llamada Marin te despierta y te lleva a su casa. Acabas de hacer acto de presencia en el enorme mapeado creado para hacer real un entorno inigualable: la isla Koholint. No es de mi gusto hacer una retroview de un videojuego contando su argumento ya que siempre me ha parecido algo accesorio y prescindible pero el caso que nos ocupa hace más que necesario el esfuerzo aunque lo haré de manera sucinta.
La trama se vá desvelando poco a poco y se resume en ir de mazmorra en mazmorra -diseñadas con un gusto exquisito- desentrañando el enorme puzzle que conforma cada una de ellas para acabar enfrentándote al malo maloso de turno que con su muerte pondrá en tus manos uno de los ocho instrumentos musicales que serán indispensables para despertar al Pez Viento que a su vez eliminará el mal reinante en la isla.
Todo tipo de objetos recolectables, armas, quest y demás parafernalia se irán sucediendo a lo largo de varias decenas de horas para acabar enfrentándote a las Pesadillas y despertando a ese ser onírico con cuerpo de ballena y alas de angelote. Pero el verdadero shock llega precisamente en ese final en el que cuando crees erigirte en el salvador del destino de la isla lo que realmente haces es acabar con la misma ya que todo se basaba en un «simple» sueño del que tenías que despertar para encontrarte de nuevo en medio del océano atado a una tabla de madera mientras el Pez Viento pasa por encima de tu cabeza otorgando al alucinado jugador un efecto de luces inusitado para la plataforma en la que corre el juego.
Ni que decir tiene que la emoción vivida es de una embargante sensación de pérdida y nostalgia por los seres que han compartido esas horas de tu vida y jamás volverán. Una sensación de injusticia ante ese giro de tuerca final que acaba con el mundo que pretendías salvar. Solo he vuelto a experimentar esa sensación en un videojuego ante el magnífico Shadow of the Colossus.
La banda sonora de esta obra tambien merece especial mención. Bajo la batuta de cuatro grandes: Yuichi Ozaki, Kozue Ishikawa, Minako Hamano y Kazumi Totaka el desarrollo de las composiciones saca el máximo del limitadísimo procesador de sonido de la Game Boy. A continuación uno de esos tributos que me encantan, siempre a cargo de la excepcional Filarmónica de Tokio:
Este juego es grande por muchos motivos, por su historia y personajes, por su emotividad y su belleza, por su ambientación y desarrollo y sobre todo por basar esa grandeza en la limitación absoluta, la de un pequeño cartucho de Game Boy dedicado a hacernos soñar. Al fin y al cabo las mejores aventuras no suceden necesariamente en Hyrule.
Vía: The Videogame Culture.
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