The Legend of Zelda: piensa en verde
Verde como las hojas húmedas de un árbol cuando son mecidas por el viento. Verde como una botella de Heineken repleta de dulce magia. Verde como la luz del semáforo que nos desvía hacia a la carretera de los sueños. Verde como la esperanza que brota cada noche en las cavidades de nuestros corazones…
Verde. Como el ropaje de Link o ese Peter Pan que nos arrastra de la mano, entre nubes de algodón y atardeceres con olor a mandarina al País de Nunca Jamás. A Hyrule. Y una vez que visitas esas tierras, créeme, nunca podrás arrancártelas de tus retinas. Ni por mucho que broten ríos de lágrimas mientras lloras.
El País de Nunca Jamás. Un país cuya constitución bebe de fuentes diversas pero de aguas claras y cristalinas. Toma un sorbito de las leyendas Artúricas, mostrándonos una particular Ávalon con su Espada Maestra a modo de Excalibur incrustada en fría piedra, hadas dignas de los más profundos relatos celtas, princesas cautivas entre paredes de castillos medievales y el clásico estereotipo de héroe señalado por los mismísimos dioses que debe soportar sobre sus espaldas el incierto destino del universo.
Un héroe silencioso, casi mudo, que nunca despega sus labios, que jamás dirá palabra alguna, cuyos expresivos ojos son tu billete a un viaje sin retorno. Un trozo de carne vestido de telas verdes con forma de médium a través del cual nuestro espíritu toma forma pixelada o poligonal para meternos con calzador en la propia aventura. No hay mejor forma de que el jugador se sienta más identificado y asuma el rol de salvador de la humanidad que esa…
Y Shigeru Miyamoto lo sabe. Cada vez que teje telares de ilusión en forma de videojuego, este viejo artesano de las emociones hace que tú seas Link y que tu melena se torne rubia como el oro. Y es que todo es muy Zelda, en cada distinta entrega de la saga más venerada del panorama lúdico. Remarco lo de muy Zelda, porque no existen palabras para definir esos momentos AbraCadabra como cuando encuentras un enorme cofre mohoso en las entrañas de una cueva, como cuando tu antorcha hace arder una espesa tela de araña que no te deja avanzar, como cuando accionas un interruptor al posar en él una vieja vasija o como cuando, Ah, arrancas la Espada Maestra de su pétreo pedestal , la alzas majestuosamente hacia la pálida luna llena y sientes ser Arturo en busca del Santo Grial, o mejor llamémoslo Trifuerza, mientras el viento aúlla en las montañas.
Así como Tolkien supo sudar trasgos, orcos, trolls, al haber absorbido a través de cada uno de sus poros mil y un cuentos de fantasía ancestral, Miyamoto nos trajo gorons, zoras, hylianos, gerudos o kokiris, nos adentró en frondosos bosques en los que todo es pura ilusión y suenan melodías embriagadoras, nos sumergió en frías aguas hasta llevarnos buceando a su particular Atlantis donde seres subacuáticos inteligentes muestran orgullosos el resultado de su avanzada civilización o nos extasió frente a una fuente tallada en las entrañas de una enorme montaña donde una centena de hadas pequeñitas revolotean como luciérnagas bajo la mirada protectora de la Gran Hada.
Y es aquí, cuando hablo de esta fuente, donde se debe hacer un STOP de color rojo fuego y resulta inevitable citar al maestro de maestros, al que considero el alma de la saga: a Koji Kondo. Para mí es a The Legend Of Zelda, lo que John Williams a la trilogía clásica de Star Wars. Lo es todo. Es el corazón que bombea la sangre a mares. Es un torrente de orgasmos sonoros. Es magia lúdica concentrada de la mayor pureza posible. El que ha escuchado la majestuosa melodía que suena en cada menú de nueva partida lo sabe. El que ha abierto un cofre del tesoro lo sabe. El que ha encontrado un nuevo objeto raro que va directo a nuestro inventario lo sabe.
No solo son músicas celestiales, que también, hablamos de efectos sonoros que hacen que encontrar una vieja botella vacía entre matojos se convierta en algo épico. En Hyrule no existen los contenedores de vidrio, y si los hubiera jamás se te pasaría por la cabeza arrojar nada en ellos. ¿No es esto magia verde? ¿De la rica, de la buena, de la dulce?.
Siempre he creído que sobrevaloramos el sentido de la vista. Pienso que un olor o una melodía pueden llegar más allá que una simple imagen. Creo que un aroma, o la música activan resortes en lo más profundo de nuestra mente que creíamos oxidados. Que atraviesan la piel hasta chocar contra el alma. Por eso doy una importancia capital a lo que el maestro Kondo nos regala en cada nueva entrega. Un cóctel sonoro mezcla de sabores del pasado y del futuro.
Cuando hablaba de El País de Nunca Jamás, ese país donde todo y nada es posible, lo hacía pensando en nuestro verde Peter Pan particular de orejas puntiagudas, en los consejos de la Campanilla de turno que vuela sobre nuestros hombros y por supuesto no podría olvidarme del Capitán Garfio: de Ganondorf.
Un místico espectral nacido de las mismísimas cenizas del Infierno. Que como Ave Fénix renace una y mil veces con la única esperanza de mancillar la Trifuerza (mágico triángulo dorado de poder ilimitado con el que las diosas Din, Nayru y Farore crearon el mundo) entre sus garras y sojuzgar a todas las razas de Hyrule en una nueva era de tinieblas y dolor. Link es el Ying y Ganondorf es el Yang, dos fuerzas aparentemente opuestas y complementarias. Uno es la luz, otro la oscuridad.
Ganondorf personifica El Mal, y como Belcebú es capaz de adoptar diversas formas, tanto animales como humanoides. Es Satán, es Sauron, es Hitler, todos ellos y a la vez ninguno. Es el que dota de sentido al héroe, su eterno Némesis. Y otra muestra más de las influencias básicas que flotan en la mente de Miyamoto. Más allá de el film de Ridley Scott llamado Legend, mucho más allá.
The Legend of Zelda acaricia nuestros sentimientos de forma tan notable más que nada por la simple razón de beber de fuentes históricas, reales o no, que están grabadas a fuego en el subconsciente de la raza humana. Mitos Celtas, leyendas Artúricas, ancestrales relatos fantásticos, la magia, la magia, la magia. La magia es el opio con el que enfrentarnos a la realidad cotidiana sin salir huyendo.
La magia es ilusión, y sinceramente creo que no hay saga lúdica que encarne mejor ese sentimiento que The Legend Of Zelda. Está por encima del resto, a miles de galaxias de distancia. He intentado describir con simples palabras en forma de botella de cristal que arrojo desde mi isla perdida a las frías aguas de Internet, lo que siento cada vez que cruzo el umbral que separa mi mundo de Hyrule. No me he querido centrar en ninguna versión en particular, los obvios A link to the Past o el pluscuamperfecto Ocarina Of Time están, o deberían estar ya muy debatidos en foros, muy sobados, me he centrado en lo que significa esta saga para mí.
Hace poco preguntaron al propio padre ideológico de The Legend of Zelda, cómo definiría la esencia Zelda, y ni siquiera él supo responder. Lo que sí dijo es que la gente, el jugador, el mismo equipo programador de Nintendo reconocía cuando algo, cuando cierta situación en el juego, en cada nueva y vieja entrega de la saga era muy Zelda. Es algo que siente, que no se puede describir. Y que para cada uno de nosotros significará algo distinto.
Para mí es sentir lo que sentía de niño, cuando en Navidad me quedaba embobado contemplando el Árbol de Navidad que había en mi casa soñando en el momento en el cual estaría repleto de regalos. Ese eterno niño del País de Nunca Jamás que todos llevamos dentro. Mirando las lucecitas de colores. La bombillita roja, azul, verde… Verde. Verde…
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