Mi primer videojuego
Antes de nada, os hablaré un poco de mí y os pondré en situación: hacia finales de los 80, yo era un crío de unos 10 años aburrido ya de jugar a playmobiles, He-mans y similares, y deseoso de descubrir un nuevo hobby al que dedicar mi tiempo. Sabía de la existencia de los videojuegos por una consola con el Pong que había por mi casa y de una maquinita de las del tipo Game & Watch que me regalaron por la primera comunión. Pero en honor a la verdad, ninguna de las dos me había llamado la atención y ambas pasaban su tiempo en el fondo de un armario. Pero todo cambió una tarde…
Me acuerdo de aquella tarde como si fuera ayer; era un gris día de invierno en el que para más inri tocaba visitar con mis padres a unos parientes que vivían en la otra punta de la ciudad. Ya empezaba a aburrirme cuando mi primo me enseñó un aparatito al que llamaba ordenador personal (creo que un Amstrad o un Spectrum), y que había sacado a sus padres con la promesa de usarlo para estudiar.
Enseguida metió un juego y todo cambió… ante mí se desplegaba un mundo de diversión a todo color, lleno de criaturas fantásticas y escenarios de ensueño… ¡y lo mejor de todo era que yo era el protagonista absoluto, yo dirigía al héroe látigo en mano, avanzando a toda prisa por un castillo maldito y matando monstruos sin piedad! ¡No quería dejar de jugar, era lo más divertido del mundo! Mucho más tarde descubrí que este juego era el gran Castlevania de la no menos grande Konami. Pero lo importante es que esta experiencia me dejó marcado. Desafortunadamente la visita tocó a su fin y hubo que volver a casa.
Durante las semanas siguientes estuve rememorando aquella mágica partida que había jugado, incluso intentando recrearla con dibujos y similares, pero todo era inútil, así que en cuanto llegaron las navidades, les di la tabarra a mis padres para que me compraran el dichoso aparatito de videojuegos. Como los ordenadores personales eran bastante caros para la época, y mis padres no se tragaban eso de que servían para estudiar, al final conseguí mi objetivo a medias; me regalaron una consola Atari 2600 y un cartucho lleno de juegos. La verdad es que la máquina en cuestión me dejó un poco decepcionado; los juegos eran muy simples, repetitivos y nada espectaculares. De hecho, solo eran un poco mejores que la vetusta máquina del Pong que mi padre había comprado cuando hacía la mili en Melilla hacía un porrón de años…
Pero este pequeño traspiés no me desanimó, más bien al contrario; empecé a ahorrar con todas mis fuerzas para adquirir mi siguiente consola; la NES. La había visto en una tienda de electrónica funcionando con el inolvidable Blaster Master en la pantalla y aquello ya era otra cosa, ya me recordaba al primer videojuego al que jugué.
Después de leer y releer mil veces las primeras revistas de videojuegos que compré (Micromanía y Hobby consolas), me lancé esas navidades de 1991 a por mi deseada NES. Una vez en la tienda, y con la consola ya en mi poder, me asaltaron las dudas; ¿Qué juegos compro con mi limitado presupuesto? Como sólo había ahorrado el dinero suficiente para dos juegos, y ninguno de los que estaba en la tienda me sonaba de nada, al final me dejé guiar por el dibujo de la carátula -como era costumbre en la época- y primero cogí un tal Probotector y acto seguido un extraño Journey to Silius (contrariamente a lo habitual, no tenía dibujo en la caja, sino que mostraba sus pixelados gráficos). Todavía recuerdo la cara de terror de mi madre cuando vio que iba a pagar todo ese pastón por ‘solo’ una consola y dos juegos.
No podía esperar para llegar a casa con mi preciado botín, y creo que me pasé las siguientes horas jugando sin parar, disfrutando como un loco con aquellos dos juegazos que había comprado casi al azar. La verdad es que tuve muchísima suerte; ambos eran -y son- dos de los mejores juegos que ha tenido la NES en su larga y gloriosa historia, e hicieron que mi pasión por los videojuegos creciera y se mantuviera hasta la actualidad. Un especial recuerdo para Probotector, cuyos espectaculares gráficos, pegadizas melodías y acción sin tregua para dos jugadores (qué partidas con mi primo, todavía las recordamos…) son un regalo para los sentidos.
Y aquí estoy, cientos -o miles- de juegos después, con la treintena superada y disfrutando como el primer día de mi pasión con aparatitos más actuales como la Wii. Incluso de vez en cuando tiro de emulador en el ordenador y juego un rato a esos primeros videojuegos que marcaron mi vida, recordando con nostalgia esa época dorada del píxel, en la que lo más importante no era tener unos gráficos 3D hiperrealistas, ni sonido envolvente o un argumento de película… no, solo bastaba con que el juego en cuestión fuese divertido, lo demás ya lo suplía nuestra imaginación.
En fin, a los que hayan llegado hasta aquí espero no haberlos aburrido en demasía con toda esta historia. Y aunque el título del artículo se refería a mi primer videojuego, y ese en teoría fue el Pong, yo siempre he pensado que sin aquella lejana tarde jugando en casa de mi primo a Castlevania, nunca habría descubierto esta mi gran pasión, los videojuegos.
Antes de despedirme, me gustaría mucho dar las gracias a Konami, al Clan Belmont, a Sonic, a los robots de Probotetor (y no a esos humanos tirillas del Contra, jeje), a la nave de Blaster Master, a Batman, al Capitán Commando, a Larry, al disfraz de mapache de Super Mario, a los ninjas, al PC basket, a Drácula, a Lara Croft, a los salones recreativos, a B.J. Blazkowicz, a Golden Axe, al marine espacial de Doom, a Nintendo, a Blanka, a Gordon Freeman, a los soldaditos de Metal Slug y de Guerrilla War, a Metroid, a Sr. Arthur… y sobre todo a mi familia por aguantarme a pesar de ser un viciado de “las maquinitas”.
Un saludo.
Alberto.
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