Jugar como un niño
Información grabada en un disco reluciente. A veces ni siquiera eso, sólo datos flotando en vete tú a saber qué nube. Estoy hablando, por si alguien no lo ha notado, de los videojuegos. No siempre los he visto así, pero hace ya mucho que entre el ocio digital y yo se perdió parte del encanto. Actualmente nuestra relación es como una larga pareja que ha sustituido el misterio del desconocimiento por una rutinaria perfección desprovista de secretos.
No confundáis mis palabras: sigo disfrutando muchísimo de este fantástico medio. Cualquier aventura digital decente puede tenerme atrapado horas y horas, y si puedo completarla al cien por cien, mejor. Esa capacidad de inmersión y afán de superación es algo que he mantenido intacto y, sin embargo, otras muchas cosas han cambiado. Me gustaría poder recitar con orgullo lo de «sigo jugando a los videojuegos como un niño», pero sería mentira. Para mi desgracia no he vuelto a jugar como un niño desde ese punto inexacto en que dejé de serlo. Ahora, tras decenas de títulos exprimidos, soy capaz de recitar de carrerilla detalles técnicos, especificaciones, directores, músicos, compañías, plataformas, curiosidades, anécdotas… ¿y qué?
Con cada año que pasaba notaba vagamente cómo mi forma de interactuar con los videojuegos iba cambiando, pero la convicción (y consiguiente desilusión) me llegó hace bien poco, mientras jugaba a Animal Crossing New Leaf (Tobidase Dōubutsu no Mori, Nintendo, 2013). Animal Crossing es una saga que me encanta desde los tiempos de Game Cube. Invertía innumerables horas regando flores, desenterrando fósiles y hablando con mis vecinos en el pueblo virtual de aquella lejana entrega inicial, precisamente porque para mí, una década atrás, ese entorno plagado de animales parlantes no era un pueblo virtual. Era un pueblo tan real como la vida misma. Desde el momento en que encendía mi consola, el mundo que me rodeaba se desvanecía, dejando paso a los coloridos y relajantes entornos del bosque y sus habitantes. Lo mismo ocurría cuando jugaba a Ocarina of Time (Zeruda no Densetsu: Toki no Okarina, Nintendo, 1998), donde albergo cientos de recuerdos intentando saltarme los límites del juego (escalar al otro lado de las vallas del Lago Hylia, por ejemplo), no con la intención de descubrir bugs en el juego (algo más propio de mi «yo» actual), sino con la absurda esperanza de llegar a Termina, el mundo de Majora’s Mask (Zeruda no Densetsu Mujura no Kamen, Nintendo, 2000). Puede parecer una soberana estupidez, pero mi mente infantil-adolescente creía que el juego era algo infinito. Tenía la ilusión de que, al sobrepasar esas vallas, ese espeso bosque o esa roca, iba a aparecer ante mis ojos un mundo vasto, tan vasto como en el que vivía mi «yo real», sin límites ni fronteras , y del que intentaba evadirme al coger el mando. Lamentablemente no era así, pero a pesar de ello seguía pensando que tras esos muros infranqueables colocados por alguna mano divina había algo más: más terreno, más historias, más vida. Ya no puedo jugar así.
Volviendo a mi experiencia en Animal Crossing New Leaf, en uno de mis paseos por el bosque me sorprendí pensando «qué bien diseñado está el pueblo, ¿cuánto tiempo habrá llevado programarlo?». Tal reflexión cuando era niño hubiera sido imposible por lo que antes he mencionado: no había programación, ni diseño de aldea; había un pueblo de verdad. No había ni director de arte, ni traductores, ni «assistant manager». Había multitud de realidades alternativas esperando que acabara de hacer mis deberes para recibirme con los brazos abiertos. Había personas, poligonales o pixeladas, pero personas, que me hacían preguntarme «¿qué estarán haciendo cuando yo no estoy jugando?». Tenía curiosidad por cómo eran las interacciones de esos personajes en el microuniverso de mi cartucho/disco, por saber sus historias, su personalidad más allá de las conversaciones con mi avatar…
De vez en cuando algún juego me trae esos recuerdos, consiguiendo que me pierda en su entorno como antaño… aunque no suele ser una sensación duradera. En cuanto vengo a darme cuenta ya estoy pensando «tal textura es fea», «esta parte podrían haberla hecho más entretenida», «el guión no está a la altura en cierto momento de la historia», «ahí hay un bug»… hasta que, una vez acabado, toca pensar en qué nota se merece, o si jugarlo ha sido una pérdida de tiempo. Y no es porque ahora los juegos sean peores, ni porque yo, voluntariamente, haya decidido volverme un repelente «hardcore gamer». Es porque he crecido y sin darme cuenta, de manera natural, he reducido esos mundos vivos, infinitos y reales a una maraña de información grabada en un disco reluciente.
Deja tu huella
Crea tu avatar