Aún siguen conmigo. En un cofre de los viejos tesoros olvidados. Habiéndose ganado una merecida jubilación en el armario de mi cuarto. Han combatido en infinidad de cruentas guerras en el colchón de mi antigua cama, han peleado en épicas batallas en los recreos de mi colegio, han volado sobre mi cabeza rozando la lámpara del salón de mis abuelos como si del mismísimo sol se tratara. Algunos de estos nobles combatientes se han quedado en el camino, otros debido al fragor de la ardiente batalla han perdido algunos de sus miembros (generalmente piernas), pero la inmensa mayoría volvieron triunfales como auténticos héroes de guerras imaginarias que únicamente estallaron en mi mente. Son los verdaderos héroe de mi infancia. Hablo de mis muñecos más queridos…
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Tengo la intención de caminar sobre una alfombra de recuerdos, de navegar sobre un mar de fotografías de color sepia y de pasear un poquito por la calle melancolía, esa en la que los edificios, las señales de tráfico y hasta los árboles están empapadas de nostalgia. De sabor agridulce. ¿Cualquier tiempo pasado fue mejor?, no lo se, depende de la hora, de la luz del sol, de cómo de intenso brillen las estrellas o incluso del clima, pero voy a desahogarme hablando un rato de tiempos pretéritos, del factor retro. Cuando uno clickea en mercadillos virtuales tipo Ebay o similares, allí donde todo se puja o se vende incluso tu alma, asemejandose a los viejos y escalofriantes mercados de la Roma Imperial con sus esclavas sexuales de todo a un euro o los africanos de pague uno y llevese el otro gratis, se da cuenta del enorme valor, en el sentido completo de la palabra, que tienen los artículos del pasado…
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Siento verdadera pasión por ellos. Rozando casi el vouyerismo más descarnado. Hablo de esos universos virtuales en los cuales la vida fluye con la naturalidad con la que una gotita de lluvia se desliza en una hoja. Es una puerta de color rojo a otros mundos. No hace falta abrirla, basta con cotillear por la mirilla. Una forma de redefinir la palabra «jugabilidad». Y es que en ciertos juegos, pocos la verdad, llego a disfrutar casi más no haciendo nada que realizando misiones o haciendo avanzar la trama. Lo cual es algo realmente sorprendente e inédito para mí. Disfruto observando, simplemente mirando…
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Existen, os lo aseguro. Son diminutos seres que se aferran a las nubes en las noches de tormenta, para usar el frío viento de otoño como medio de transporte, nadando entre corrientes de aire. Descienden en forma de gota de lluvia hasta impactar con la cabeza de algún inocente transeúnte que corre a refugiarse bajo una tejavana hasta que escampe sorprendido por el mal tiempo. Una vez ubicados entre los mechones de pelo de su objetivo, penetran a través del oído. Es en ese mismo instante cuando la pobre víctima siente un molesto pitido que se alarga durante varios segundos en la oreja.
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Cuando en Squaresoft (ahora fusionada con Enix) le invitaron a salir por la puerta trasera con una delicada patada en el culo, por el tremebundo descalabro económico que resultó ser la megalómana película Final Fantasy : The Spirits Within, Hironobu Sakaguchi, padre espiritual de la saga Final Fantasy, debió ser lo más parecido a un viejo samurai desterrado, casi un Ronin, relamiéndose las heridas junto a un manto de hojas caidas de un cerezo en flor. Con mirada agria y noble a la vez. Humillantemente consumido, devorado, por su propia criatura. Estrangulado por un Frankenstein de descomunal altura al que no supo o pudo adiestrar. El relámpago había estallado y había golpeado de lleno en Sakaguchi, abriéndole en canal. Lo más triste de todo resultó ser, que la tormenta llevaba prevista desde demasiado tiempo atrás…
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No va a ser más que una diminuta reflexión que lanzo al aire. Que el que quiera recogerla lo haga, y el que no , que deje que se la lleve la brisa. Cada uno de nosotros, a nada que nos abramos en canal y opinemos visceralmente, podríamos ubicar a los videojuegos dentro de varios cajones. Hay gente para la cual, echar unas partiditas a la consola no es más que un hobby pasajero anclado en la juventud y que con el paso inexorable del tiempo, cuando soplemos puñaditos de pelo de nuestro peine, se desvanecerá como un azucarillo en un café hirviendo.
Para otras personas los videojuegos pueden ser la puerta de emergencia perfecta a la realidad, allí donde está la salida y a la vez la entrada a otras realidades cuasi opiáceas que relajan la mente y logran romper la rutina y el duro día a día a martillazos. Una forma de evasión tan válida como leer una buena novela en el jardín, tocar la guitarra acústica junto a las olas del mar o pintar con la ventana abierta en una tarde de otoño. Y es que aún hoy no tengo excesivamente claro, si los videojuegos han venido para quedarse junto a todos nosotros o son algo que con los años dejaremos aparcado en una vieja caja de cartón en el trastero.
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Tatooine se torna rojizo como cada tarde, a medida que los dos soles que bullen en el cielo mueren hasta diluirse entre nubes de gas. Los sonidos nocturnos empiezan a brotar de entre cuevas, acantilados y extraños matojos. Una arrogante tormenta de arena explota entre las rocas afiladas como si el ulular del viento que ha generado quisiera gritar un «Aquí mando yo, apartaos» con la rabia de un lobo herido. Los Jawas como sabios conocedores que son del inhóspito entorno en el que moran, observan con sus brillantes ojos al horizonte mientras portan unos cacharros y pedazos de metal provenientes de lo que parece ser una vieja nave estrellada, niegan con la cabeza como renegando del destino y ascienden al interior de las entrañas del Sand Crawler. La noche en Tatooine puede ser muy traicionera.
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Viven en cuevas. Encerrados como animales salvajes. Abochornados. Gruñendo a la luna y maldiciendo las estrellas. Son apestados sociales. Engendros que vieron un día la luz para acabar vagando entre eternas sombras por el resto de su existencia. Son patéticamente ambiciosos. Son dramáticamente malos. Hablo de los peores juegos de la historia…
Hay muchos. Demasiados. A lo largo de las décadas y en distintas plataformas, han ido brotando como setas venenosas cientos de títulos nauseabundos. Que, o bien nunca deberían haber existido o como máximo los deberían haber regalado con los Phoskitos. Son lo más parecido a peste tecnológica que haya existido nunca. En esas cuevas de las que os hablaba al principio, junto a antorchas y restos de esqueletos y piel reseca, habita uno de los ejemplares más conocidos y temidos por todos: Superman 64.
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