Muchos de nosotros no hemos tenido la suerte de presenciar el nacimiento de la industria del videojuego, sin embargo seguro que una buena parte nació en algún momento en el que ya estaba más o menos desarrollada y tenía esa fama de pervertidora de mentes de inocentes niños y niñas. Y es que ese siempre ha sido uno de tantos prejuicios con el que muchos amantes de este mundillo nos hemos encontrado de bruces al comentar nuestra humilde afición. A pesar de que los videojuegos tienen su parte beneficiosa todavía hay muchos que se empeñan en calificarlos de malignos y pecaminosos, como aquel mítico predicador que se empeñaba en afirmar una y otra vez que jugar «en la máquina del Nintendo» (palabras textuales) producía epilepsia del demonio.
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Se dice que es en las situaciones límite cuando se conoce de verdad a una persona. Tal afirmación parecería descabellada si no fuera porque cada vez que ocurre una situación extraordinaria se cumpliese a rajatabla. La mayoría de nosotros, personas de bien que no tienen muchas preocupaciones, no hemos pasado por tales momentos, aunque seguro que habrá alguien que haya vivido un mal rato y haya descubierto que la persona en la que confiaba no era más que alguien rencoroso, hipócrita o rastrero. El inquietante Joker de Heath Ledger puede ser una buena aproximación de esto, ya que se «tomaba la molestia» de usar cuchillos para «conocer mejor» a las personas que tenían la mala suerte de cruzarse en su camino. Eso sí, los trucos de magia con lápices del Joker no tienen comparación.
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Hay veces en las que uno no se puede fiar ni de su mejor amigo, aquel con el que se han compartido tantos momentos, secretos, tragos o cosas mucho más íntimas y pecaminosas. Otras vez uno no se puede fiar ni de sí mismo. Me pongo como ejemplo cuando no quiero gastar dinero y por oscuras razones aparezco en la sección de videojuegos de cualquier tienda con un título en la mano. Pero el colmo de la desconfianza viene cuando uno no puede fiarse ni siquiera de su cerebro, esa mole gelatinosa que según el Brain Training puede pesar alrededor de kilo y medio, según lo listo que se sea.
La imagen que abre este post es la clara demostración de que uno no se puede fiar de su cerebro, ese pequeño ordenador portátil que todos llevamos dentro del cráneo. Es lo que se llama una ilusión óptica y viene a demostrar que nuestro pequeño pudin de neuronas no es tan perfecto como dicen, tiene sus fallos como todo. La sensación de ser estafado por el cerebro se acentúa al contemplar la solución o peor aún, una demostración real. A fin de cuentas lo que hace es procesar información para que el cuerpo sepa desenvolverse más o menos bien en el entorno que le rodea. Evidentemente sirve para más cosas pero aquí no estamos para estudiar anatomía, fisiología o cualquier otra -logía.
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Hace ya 4 años que llegó a nuestras consolas y PCs Assassin’s Creed, una nueva saga por la que Ubisoft apostó fuerte para que triunfase. La mecánica excesivamente repetitiva de la primera entrega hizo presagiar a muchos el prematuro fin de la franquicia, pero una historia muy potente unida a la gran cantidad de enigmas que planteaba hizo que la segunda iteración viera la luz con numerosas mejoras y un nuevo personaje. El éxito parece claro, ya que con la cuarta entrega de la saga a punto de salir a la venta y con unos cuantos de millones de unidades vendidas alrededor del mundo, podría considerarse todo un éxito. Aparte, de la franquicia han brotado diversos subproductos tales como la serieAssassin’s Creed Lineage, libros y juegos para la portátil de Sony, Nintendo y la App Store de Apple.
Repitiendo esta fórmula de misterios que provocan tirones de pelos al acabar el juego, se llega hasta el último título que hay disponible en las tiendas, Assassin’s Creed: La Hermandad, cuya principal baza y novedad era la inclusión del tan ansiado y deseado modo multijugador. Amado por unos y odiado por otros, muchos se alegrarán de saber que también estará presente en la nueva entrega de la saga mientras otros se encogerán de hombros y se dedicarán a desenmarañar el último capitulo en la vida de Ezio Auditore y quién sabe si de Altaïr.
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A veces resulta inquietante la manera en la que una aburrida tarde de verano en la que hay poco que hacer se transforma misteriosamente en un agradable rato de descubrimiento gracias a los magníficos documentales de La 2. Estos pedagógicos seriales están tan arraigados en nuestro país que casi forman un binomio fundamental con la siesta si lo que se pretende es pasar una tarde relajada. Y es que gracias a esos pedazos de conocimiento, muchos han podido tirarse a la bartola en una siesta de proporciones épicas, o por el contrario, aprender algo más sobre este nuestro fascinante planeta Tierra. Por su culpa, mucha gente ya no puede mirar la entrada de un hormiguero sin preguntarse cómo será el laberinto que han tejido bajo tierra. O se quedan embobados observando una bandada de pájaros, pensando en el curioso sistema de orientación que poseen muchas aves migratorias.
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En mayor o menor medida todas las personas tienen un ídolo o un personaje al que admiren en mayor o menor medida. Una método efectivo para descubrir a quién idolatra una persona sin necesidad de diseccionar al individuo en cuestión es visitar su dormitorio, contemplarlo y sacar las conclusiones pertinentes de los posters que tenga colocados y demás objetos. Aunque siempre queda la posibilidad de preguntar y quedar sorprendido de la respuesta del entrevistado. Si ese entrevistado fuese un servidor, la respuesta a la pregunta ¿quién es tu ídolo? sería clara y concisa, Richard P. Feynman.
Aún no he tenido la oportunidad y el placer de encontrarme con alguien que sepa de la existencia de este peculiar personaje. Y es que a pesar de que lo han tildado de excéntrico, el señor Feynman era de todo menos excéntrico. Fue uno de los físicos más importantes del siglo XX, tanto que trabajó en el Proyecto Manhattan y elaboró la teoría de la Electrodinámica Cuántica, trabajo que le valió un premio Nobel de Física. Todo esto es lo que se espera de un físico, todo muy serio y frío, pero el señor Feynman no era así.
A pesar de tener un Nobel en física, era un virtuoso de los bongos, especializándose en samba, estilo que aprendió con mucha dedicación y práctica en una de sus numerosas estancias en Brasil. También sentía predilección por los bares de «topless», donde alegres señoritas ligeras de ropa proporcionaban según él, un ambiente idóneo para teorizar sobre la física en alguna que otra servilleta de bar. También pintaba cuadros, era un profesor excelente y fue capaz de dejar en ridículo a la mismísima NASA en la televisión con un vaso de agua con hielo.
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Hace tiempo tuve la enorme suerte de presenciar en vivo y en directo una actuación del mejor mago que hay actualmente sobre la faz de la Tierra. Evidentemente no es David Copperfield que, por muchas contorsiones con sierras mecánicas o por muchas estatuas de la libertad que haga desaparecer, nunca tendrá el carisma que emana la figura de Juan Tamariz. Mago 100% español, que se atreve a hacer subir a gente al escenario para hacer lo que él llama, Magia de Cerca. Por avatares del destino me tocó subir al escenario donde formaría parte de ese maravilloso engaño. Concretamente tuve que subir al escenario, llamar a un amigo mío por el móvil para que me dijera una carta y sacarla de la baraja que me había dado el bueno de Tamariz.
Llamé a mi mejor amigo y me dijo el 4 de picas. Corté la baraja de cartas, elegí uno de los dos montones, cogí la primera carta y ahí estaba el 4 de picas. La carta que mi amigo me dijo secretamente al oído estaba ahí, en mi mano nerviosa mientras la enseñaba ante un par de miles de espectadores. Sabía que era un engaño, que era mentira, que de alguna forma él lo sabía y la había colado por ahí. Pero durante unos momentos, quería creer que la magia existía, deseaba pensar que algunos problemas podían resolverse con la magia, pero desgraciadamente soy un triste muggle que nunca recibió la carta para ingresar en Hogwarts .
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El Viaje de Chihiro es una de esas películas que uno tiene que ver un mínimo de tres veces para poder captar todos los detalles y maravillarse de la sutileza con la que el Estudio Ghibli es capaz de disfrazar una lección de principios. Cada una de sus producciones encierra un mensaje que el espectador tiene que tratar de discernir como buenamente pueda. Y es que no siempre se consigue profundizar o entender del todo cualquiera de las cintas de la productora nipona. Personalmente aún no estoy del todo seguro de qué representaba el carismático Sin-Cara, pero supongo que algún día volveré a ver la película y daré con la tecla.
La película tiene momentos mágicos, algunas escenas inolvidables (aquel travelling entre las flores) pero sobre todo tiene una frase lapidaria que sale de la boca del personaje con más maña de toda la película, es decir, Kamajii. Para el que no lo recuerde, Kamajii era el tipo achatado y bigotudo que se consideraba a si mismo como el esclavo de las calderas que calientan los baños del balneario donde se desarrolla la mayor parte de la historia. Sus intervenciones son pocas, pero hay una que seguro se quedó clavada en el corazón de muchos. No deja de ser una cursilada petulante muy típica, pero con el debido procesado cerebral (es decir, 2 minutos pensando), pueden obtenerse increíbles conclusiones. Con la profunda voz que sólo sabe poner Pepe Mediavilla, Kamajii dice: «No se puede vencer al poder del amor».
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