Maravillosos universos contemplativos…
Siento verdadera pasión por ellos. Rozando casi el vouyerismo más descarnado. Hablo de esos universos virtuales en los cuales la vida fluye con la naturalidad con la que una gotita de lluvia se desliza en una hoja. Es una puerta de color rojo a otros mundos. No hace falta abrirla, basta con cotillear por la mirilla. Una forma de redefinir la palabra «jugabilidad». Y es que en ciertos juegos, pocos la verdad, llego a disfrutar casi más no haciendo nada que realizando misiones o haciendo avanzar la trama. Lo cual es algo realmente sorprendente e inédito para mí. Disfruto observando, simplemente mirando…
Creo que el primer gran ejemplo de universo virtual que me absorbió enfermizamente fue el Shenmue de Dreamcast. La obra magna que fue creada en el año 2000 por Yu Suzuki y su clan de genios de la programación, era a la vez un delírio artístico y emocional como también el nirvana de los pequeños detalles. Siempre que me han querido escuchar he gritado a los cuatro vientos que el primer Shenmue, ya no sólo es uno de los juegos de mi vida, sino sin duda el videojuego que más me ha impactado jamás en términos visuales. Las recreaciones faciales que expresaban estados anímicos resultaron tremendamente asombrosas pero era la ciudad, la gran urbe que emanaba vida la que convertía todo en una experiencia memorable:
Yokosuka, la ciudad junto a la que Ryo Hazuki vive, se despierta cuando salen los primeros rayos del sol, bosteza y se quita las legañas de los ojos. Es casi un ente con vida propia. Huele a realidad. El cartero se desplaza en una vieja motocicleta repartiendo las cartas de buzón en buzón. El carnicero sale de su casa minutos antes de abrir su tienda a la misma hora de siempre hasta que intenta atraer a la clientela dando palmas y mostrando su género. Dos vecinas se encuentran cerca de la cabina telefónica (desde la que podemos llamar a cualquier número) y conversan mientras unos obreros trabajan en la obra de en frente junto a las excavadoras. Unos niños se arremolinan junto a un balón de fútbol y juegan en el parque hasta que uno de ellos se acerca curioso a la máquina de bolas de juguete con muñequitos dentro, pero por desgracia, sin una sola moneda en el bolsillo.
Cae la noche mientras que el sol desparece entre montañas y las farolas iluminan con su fría luz las calles de la ciudad. La zona de bares empieza a recibir clientes abriendo de par en par sus puertas. El tipo que vendía ropa en su tienda, cierra la persiana al final de la jornada, barre un ratito el suelo de su comercio y se acerca al pub de la esquina a echarse unos tragos. Si le vigilamos desde una esquina del barrio y somos pacientes, podremos verle salir completamente borracho del bar al de unas horas y verle andando en zig zag y cahapurreando palabras sin sentido con la cara roja. Un par de alumnas del instituto, con el uniforme y todo, se acercan a la sala recreativa a echarse unas partidas a las máquinas arcade. El anciano que estaba sentado en su jardín charlando con un vecino, al ver aparecer las estrellas en lo alto, recoge su silla y entra a su casa. Un gato maulla en un callejón mientras dos tipos discuten de malas maneras con una cerveza en la mano.
Son detalles, muestras de una ciudad que suda, que respira. Un universo lúdico majestuoso, en el que cada personaje tiene una increíble cantidad de rutinas casi humanas a través de las cuales moverse en su entorno. Hay tanto por ver, tanto por observar que uno se siente abrumado por el más real mundo virtual que haya existido hasta entonces. El guión del juego era apasionante, el sistema de lucha muy muy bueno (hablamos no obstante del padre de Virtua Fighter), el poder jugar a recreativas clásicas,comprar cientos de objetos en las tiendas o trabajar cada mañana de estibador en el puerto y hacer una pausa para comer el bocata con tus compañeros resultaba tremendamente embriagador, pero lo que más me fascinaba a mí era el levantarme de la cama de Yamanose, bajar con Ryo la cuesta que unía a su casa-dojo con la ciudad de Yokosuka, y tras darle un poco de leche y de comer a un gatito abandonado del que me había encariñado y que habitaba en una mugrienta caja de cartón situada en una esquina, simplemente dedicarme a contemplar como fluía la vida artificial en tan maravilloso juego con la mandíbula desencajada.
Cada día me dedicaba a curiosear a distintos personajes, a distintas horas y en distintas situaciones. Y es que cuando llovía (en asombroso tiempo real) y veías que una señora que iba con la bolsa de la compra, se paraba, dejaba la bolsa en el suelo para abrir su paraguas y proseguir su marcha, o a finales de diciembre contemplaba anonadado como las calles nevadas de la ciudad han sido engalanadas con motivos navideños mientras unos megáfonos situados en las esquinas de la zona de tiendas cantan villancicos a la vez que un tipo disfrazo de Papa Noel deambula por la zona ensimismando a los niños, o el simple y cotidiano hecho de esperar al autobús en la parada y , oh my god, aparecer justo cuando lo indicaban los horarios de la pared , me sentía absolutamente absorbido por la manera tan real de mostrar las entrañas de una ciudad y de la sociedad misma. Eran pequeños milagros con piernas que andaban de aquí a allá. Resultaba ser un espejo frente a la realidad.
Y eso es a lo que me refería al inicio del artículo, por desgracia conozco pocos ejemplos de ello, solo ciertos juegos (podría añadir algún GTA y el colosal Fable, cuya maravillosa segunda parte va aún más allá en este aspecto ) han sido capaces de hacerme disfrutar como un marrano en un charco de barro simplemente mirando. Sin hacer nada más. Sin tocar un simple botón. Solamente andando y parándome a contemplar. He llegado a detenerme, una y mil veces, esperando simplemente a ver como amanecía sentado en un parque, junto a cielos naranjas y reconozco que es un espectáculo gráfico del que no me cansaba. Algo parecido a lo que me pasaba en el Zelda Wind Waker cuando me detenía en sus pequeñas y maravillosas islitas, escuchando el susurro del mar mientras la luna se reflejaba en las olas, era tremendamente mágico.
Y es que a veces, al igual que en la realidad, no nos damos cuenta de lo maravillosa que es la vida e incluso la rutina hasta que las putas prisas tan achacables a nuestra maldita sociedad moderna nos permiten pararnos, tomar un poquito de aire y mirar. Solamente mirar. Mirar lo que nos rodea. No se si soy el único tipo raro que ha llegado a divertirse enormemente únicamente observando esos maravillosos universos contemplativos artificiales como el de Shenmue, pero de veras que me fascina. Solamente moviendo el joystick, situandome tras los ojos del personaje. Es otra clase de «jugabilidad». Igual de válida, pero muy muy distinta …
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