Siempre me han gustado los remakes de las viejas glorias, especialmente aquellos que han sabido introducir mejoras palpables respetando al mismo tiempo la esencia del original.
Resulta que recientemente llegó a mis manos un curradísimo remake del, en su momento revolucionario, Knight Lore. No en vano, su autor se ha tirado nada más y nada menos que cuatro años desarrollándolo. Pocas veces se han visto tantas mejoras en un remake quedando impoluta su esencia. Entre las mejoras podemos encontrar detalles de cualquier juego comercial de hoy en día, como la luz y las sombras dinámicas. A destacar es, también, el apartado de sonido, empezando por la música que respeta fielmente la melodía original introduciendo lógicamente una mayor riqueza instrumental y terminando por el sobrecogedor sonido ambiental. Ambos elementos respetan de forma increíble la atmósfera de misterio de su glorioso antepasado.
El entusiasmo que me ha despertado tal maravilla me ha traído recuerdos de otros momentos del pasado, en particular de aquel día en el que tras una sesión de testeo de una nueva cinta de juegos para mí desconocidos que me había pasado un amiguete, apareció en mi pantalla algo inverosímil, imposible, de otro mundo vamos. Era el Knight Lore. Tras varios minutos de carga del maldito Speedlock 1 (creo recordar que se llamaba así este sistema de protección), con la única pista de una misteriosa pantalla de presentación con el logotipo de Ultimate (lo cual era ya una garantía de que algo bueno iba a suceder), recibí un impacto que seguramente no he vuelto a sufrir en 25 años (en el campo de los videojuegos claro). No se sabe como, esos genios de Ultimate se las habían ingeniado para crear un mundo en 3D con una perfección gráfica nunca vista hasta entonces y al mismo tiempo habían diseñado un juego que desbordaba misterio por los cuatro costados. Y es que si algo caracterizaba a Ultimate era la atmósfera de misterio que rodeaba a todo lo que tuviera que ver con ellos. Así que este artículo va de eso: Ultimate, su historia y su misterio.
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Corría el año 1983 o el 84, una época en la que la televisión en color era casi una novedad. Por aquel entonces aún disponíamos únicamente de dos cadenas, y ya nos sobraba a juzgar por el excesivo tiempo que la carta de ajuste aparecía en nuestras coloridas pantallas. Los videoclubs estaban en pleno apogeo y entrar en uno era como entrar en un paraíso inexplorado. La guerra de los formatos estaba en su momento álgido y la gente fardaba sobre el número de cabezales de su aparato de vídeo o de la calidad de imagen al darle a la pausa (hay que ver con qué chorradas se entretenía uno en esa época).
El ocio de un chaval de entonces consistía en recorrer en manadas esos centros de perversión llamadas ‘salas de recreativos‘, dilapidando auténticas fortunas en manejables fracciones de cinco duros (seguramente la moneda favorita de muchos) e intentando no coincidir con los matones habituales del lugar, más que nada para disfrutar del momento más relajadamente.
Recuerdo que uno de los sueños dorados de cualquier chaval era poder tener en su propia casa una de esas máquinas con las que tanto disfutábamos en los recreativos (bendito MAME). Al parecer eso era posible. Corrían rumores de que a fulanito o menganito su padre le había comprado en Andorra una cosa que se llama ordenador y en la que se podía jugar a los juegos de las máquinas. Dada mi naturaleza patológicamente escéptica nunca presté atención a esos rumores, y además lo único que había visto parecido era la consola Atari 2600 (creo) y las famosas HandHeld de varios fabricantes y la verdad, daban un poco de risa si la comparábamos con los arcades.
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Cualquiera que sepa algo sobre la historia de los videojuegos conocerá Boulder Dash, uno de los mejores e influyentes juegos de la historia.
Creo que la primera vez que vi este juego fue en casa de un amigo de mi adolescencia. Allí estaba, cargado en toda su pixelada gloria en un Commodore 64. Pero no, no creáis que era mi amiguete el que estaba al mando de esta bestia, ¡¡¡era su madre!!! Para que os hagáis idea del nivel de enganche que era capaz de provocar semejante pieza de software, era el juego favorito de una señora de 40 y tantos tacos allá por los 80, una época en la que los videojuegos eran aún considerados cosa de niños.
Pero no creáis que caí enamorado al instante (del jueeeeeego no de su madre), en aquella época era aún joven e inmaduro y era incapaz de ver más allá de la superficie de aquel juego de aspecto soso y gráficos cuadradotes. Por aquella época lo que molaba eran las conversiones de arcades y otros juegos de gráficos espectaculares, y por lo tanto, desdeñé esta maravilla aunque también llegué a disponer de mi propia versión para mi querido Spectrum. Cuántas horas de ocio desperdiciadas en arcades de medio pelo y en interminables cargas de cassette. ¡¡Ayyyyy!! si pudiera viajar en el tiempo… me arrearía semejante collejón que seguramente habría sido registrado en los sismógrafos. Aunque pensándolo bien, quizás el recuerdo de un energúmeno de ojos inyectados en sangre irrumpiendo en la intimidad de mi habitación para medio esnucarme, hubiese influido negativamente en mi desarrollo psicológico. Pero dejemos mi psique ya suficientemente transtornada sin necesidad de traumáticas experiencias y centrémonos en el tema.
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Hewson (Spectrum, Amstrad, Commodore 64, Atari ST)
Steve Turner, 1987
En la mayoría de las ocasiones aquellos juegos que nos entretuvieron (y en algunos casos nos obsesionaron) con el paso de los años no han podido conservar su poder de atracción o adicción. Muchos lo comprobamos en su momento, con la aparición de los primeros emuladores de las viejas máquinas. «¿Cómo pude jugar yo a esto?«, sería la frase que mejor resumiría esos nostálgicos reencuentros. Pero hay casos excepcionales en los que el juego es capaz de romper la barrera del tiempo y mantener vivas todas sus virtudes aún hoy, cuando estamos saturados de grandes producciones que en muchas ocasiones quedan en el olvido. Uno de estos juegos ‘eternos’ podría perfectamente ser Ranarama.
Ranarama es un juego claramente inspirado en Gauntlet, aquel arcade de Atari de recorrer laberintos que tanto adeptos tuvo en su época. Con él, tiene varios puntos en común, empezando por la ‘perspectiva’ utilizada, la llamada ‘top-down‘ (cenital para entendernos), casi obligatoria para este género de los arcades laberínticos. Coincide también en la presencia de la magia, aunque Ranarama le da mucho más protagonismo como veremos luego. Por último, otro elemento omnipresente en ambos son los generadores (gran invento), que son puntos del mapeado desde los que van naciendo los enemigos de forma indefinida, hasta que los eliminas, claro.
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